18.5.09

Benedetti / Por Alberto Serdán

Benedetti

A Claudia.

Me apabulla la muerte de Mario Benedetti. Me apabulla saber que se va un trozo de mí que se resiste: mi niñez y juventud.



Conocí a Benedetti en un póster pegado a la pared de mi casa, en la recámara. Ahí aprendí la palabra “Compañera”, algo muy abstracto a mis seis años. Aprendí que uno puede contar para alguien; no sólo hasta dos, o hasta diez, sino contar para alguien, contar con alguien a partir de un trato.

Gracias a Alejandro Aura, aprendí también a mis seis años que Benedetti no era un jugador del Nápoles de Maradona ni contemporáneo de Hugo Sánchez, como preguntaban en la calle para el programa “Entre Amigos”. Que Mario era un viejito bonachón con los ojos saltones y con una dulce sonrisa detrás de su bigote.

Más adelante supe que Benedetti era quien estaba detrás de las canciones que me gustaban de niño (sin saber que primero fue poema antes que canción y sin saber que los versos invitaban al compromiso y la acción). “No te salves” fue y es un himno para mí: No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / ni quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma…

En mi juventud, Benedetti fue antes que Sabines. Su Inventario lo devoré una y otra y otra vez. Lo hice mío. Lo usé de sortilegio, de amuleto, de compañía y de encuentro. Todavía.

Y me estremezco cuando pienso que mi felicidad le debe gratitud. Porque Mario fue el cómplice callado para que las manos de mi amor sean mi caricia y mis acordes cotidianos, para que en la calle codo a codo seamos mucho más que dos, para sentirme más acompañado que nunca, para sentirme más humano.

Y me estremezco. En el panteón de mis vocaciones perdidas, Benedetti puso palabras a mi vida. Para escribir cartas como ésta, incluso para aprobar exámenes porque gracias a él pude diferenciar entre tácticas y estrategias, porque pude, al mismo tiempo, construir amistades adonde vienen a visitarnos del vecino territorio del amor para preguntarnos cómo hicimos.

Ya Martín Santomé hablaba de “lo nuestro” y así es: nuestro lo que transforma lo cotidiano simplemente porque en la primera línea pensé en mi amor. Pero cabe un paréntesis, pues La Tregua me hizo llorar por un libro. Por primera vez. “Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío”.

Y me estremezco.

Me estremezco cuando pienso en el hombre preso que mira a su hijo, aquél que le dice que hay gente que olvida poner el acento en el hombre. Que uno tiene derecho a llorar …porque es mejor llorar que traicionar / porque es mejor llorar que traicionarse / llorá / pero no olvides.

Benedetti me definió. Todas las parcelas de mi vida tienen algo suyo. Su partida coincide con un ciclo personal. Las Naciones Unidas me han declarado oficialmente adulto. No puedo usar la palabra “joven” para definirme.

Pero me resisto. Me resisto como lo hizo Mario hasta el final de sus días, de sus años, de sus 88 años. Lo hago por mis ideales que son mi presente, lo mismo que mi ingenuidad y mi pasión. Lo hago porque no quiero salvarme; lo hago, para seguir teniendo la curiosidad de saber porqué se ríe el ministro, qué cosas pueden ser muchísimo más graves (como el amor), para poder ser jodido, radiante y viceversa, para conocer a los otros que justifican mi existencia.

Me apabulla su partida, pero vive la certeza de que el mensaje que lanzaste al mar en una botella, Mario, estará siempre en nuestros corazones. Ni colorín ni colorado.

1 comentario:

  1. Recuerdo claramente 3 momento de mi vida con Benedetti.

    El primero, a los 17 años cuando llegó a mis manos, cortesía de la maestra de Literatura Hispanoamericana, aquella güera despampanante de ojoz azules que se creía la mujer de mis sueños, La Tregua. Fabulosa novela que devoré, gocé y sufrí. Ese final desgarrador e incomprensible hasta hace unos años que entendí que la Tregua se la había dado la vida a esa por demás poco memorable existencia. Al ser de los primeros en terminarla de la clase, me divertí durante semanas inventándo otros finales a la novela y diciéndoselos a mis compañeros. Hubo algunos que osaron reclamarme cuando finalmente la terminaron.

    El segundo, a los 18 años, cuando una tarde esperé durante 3 horas en un pasillo del metro a una chica que me arrancaba infinidad de pensamientos y suspiros y que, según yo, debía pasar por ahí en algún momento.

    La esperaba junto a una copia de un poemario de Benedetti, listo para leerle Táctica y Estrategia. Ella nunca pasó. Esa historia de amor nunca se dio. Aunque tuvo varios otros episodios que hoy no vienen al caso.

    El tercero, a los 20 años. Una tarde lluviosa paseaba por la universidad, cuando encontré tirada frente a una jardinera una hoja de cuaderno mal doblada. Mi curiosidad periodistica aunada al excesivo tiempo libre que tenía en ese momento, me llevaron a leer la hoja. Me encontré con un texto que me maravilló pero noe estaba firmado. Intrigado me guardé la hoja, me lamenté por el destinatario que no lo había recibido y me lo llevé a mi casa. Gracias a una maravillosa conexión a internet de 52kb investigué y descubrí que se trataba de Los formales y el frío, del buen Mario.

    Ver a Benedetti en El lado oscuro del corazón fue una sensación grata y bizarra. Caso aparte.

    Sus textos han sido luces que alumbran laberintos dentro de las almas de quienes los leemos.

    Adiós Mario. Siempre seguirás aquí.

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