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Nacer en México, 2009 (parte II)
Por Antonio Juárez
La noche del Meconio abundante.
Después de varias horas (alrededor de 16 desde el inicio de las contracciones serias hasta la cesárea), y en lo que sacaban a Gaby de la sala de recuperación (si hace falta una sala de recuperación, se podrán imaginar la magnitud de la madrina que soportó Gaby para traer a Joaquín a estas latitudes), una expedición compuesta por Carito, Beto, mi jefa y yo se dirigió a reparar fuerzas y moral a una taquería de pastores cerca de Las Lomas (por cierto, recomiendo los pastores dorados de este inefable lugar que, en la emoción olvidé memorizar) [Taquería La Onda, N. de la R.].
Al regreso encontré a Gaby y al pequeño cachorrillo acomodados en el cuarto. Por recomendación de Ángeles, la ginecóloga, pedimos pasar desde la primera noche juntos con Joaquín. No sospechaba que lo que había acordado con la gente del hospital en la mañana se convertiría en la segunda noche más larga de mi vida (la primera había sido la del parto).
La noche del Meconio abundante.
Después de varias horas (alrededor de 16 desde el inicio de las contracciones serias hasta la cesárea), y en lo que sacaban a Gaby de la sala de recuperación (si hace falta una sala de recuperación, se podrán imaginar la magnitud de la madrina que soportó Gaby para traer a Joaquín a estas latitudes), una expedición compuesta por Carito, Beto, mi jefa y yo se dirigió a reparar fuerzas y moral a una taquería de pastores cerca de Las Lomas (por cierto, recomiendo los pastores dorados de este inefable lugar que, en la emoción olvidé memorizar) [Taquería La Onda, N. de la R.].
Al regreso encontré a Gaby y al pequeño cachorrillo acomodados en el cuarto. Por recomendación de Ángeles, la ginecóloga, pedimos pasar desde la primera noche juntos con Joaquín. No sospechaba que lo que había acordado con la gente del hospital en la mañana se convertiría en la segunda noche más larga de mi vida (la primera había sido la del parto).
Relajado y comido, me disponía a apapachar a Gaby cuando me cayó el veinte: Estábamos solos, Gaby y yo y el bebé, en un cuarto de hospital a unas cuantas horas del nacimiento de Joaquín.
Había que empezar la rutina, teóricamente conocida, aunque nunca practicada, de darle de amamantar, cambiarle el pañal (un sonoro pedo del Bebé, acompañado de un momentum premonitorio, me anunció esa inminente obligación) y, en general, asegurar el bienestar de un ser pequeñito que, hasta unas horas antes, nadaba en un mar de líquido amniótico y se alimentaba de sangre de cordón.
¡Uf! Si la labor de cambiar el pañal de un niño de 3 kilos por primera vez en la vida es una labor complicada, imagínense los siguientes grados de complejidad que se añadieron:
1) yo estaba desveladísimo y Gaby todavía dopada por la anestesia; además de la operación, las sondas y un largo etcétera.
2) la primera caquita de los bebés es lo más parecido que he visto yo a la Pez Medieval que se usaba en la defensa de los castillos (previamente calentada, para mayor solaz del invasor). Es un líquido negro, espeso, viscoso y con una fácil propensión a pegarse a la ropa, manos, codos, paredes y cuanta superficie disponible exista alrededor del bebé. Me refiero al famoso Meconium, o meconio, que es la primera actividad del bebé en el tema de ir al baño.
Pues bien, después de la sonora y primerísima flatulencia de Joaquín, me asomé cándido y bien dispuesto a la parte del pañal donde todo mundo sabe que se depositan las caquitas de los nenes. Craso error: El meconio escapó como riada incontenible, como marea en plenilunio, como avalancha alpina y se desperdigó en partes equivalentes entre el bebé y su novato -y a estas alturas francamente aterrado- padre.
All hell had been broken loose.
Presa del desvelo, la angustia del novato, la sospecha de que el meconio no es lavable (si lo era) y, en suma, del pánico del primerizo, me dirigí al botón de pánico del hospital para usarlo [que por algo está; N. de la R.]. Dispuesto a acabar con mi miseria y la del bebé, que a estas alturas disfrutaba de su segundo llanto a todo pulmón (el primero fue en el parto), me dispuse a llamar a las enfermeras, Protección Civil u cualquier otro órgano responsable de atender este tipo de desastres naturales.
Cuando me dirigía a tocar el botón de marras, Gaby, con una calma digna del Dalai Lama me detuvo: –Antonio, cálmate, mírame a los ojos y concéntrate en dar un paso seguido de otro– (al más puro estilo alpino in distress). Paso a paso, pues, Gaby me regresó a la calma y pude (después de no poco algodón, hiperventilaciones Yoguis y autodiscursos de elevación de autoestima) cumplir la tarea de limpiar a Joaquín, cambiarle su mameluco y dormirlo.
Creo que he sido un hombre muy afortunado en la vida, y he tenido mis pequeños y grandes logros en la relativa escala personal. Sin embargo, ninguno me ha dejado tan satisfecho, feliz y confiado en las bondades de la vida que el haber logrado salir tan satisfactoriamente de la crisis del Meconium. Yo creo que ni la crisis de los misiles de Cuba causó tanto gusto como mi victoria sobre el Meconium, aunque aquella haya sido a escala planetaria y la mía a escala micro.
Más tarde, Gaby me confesó que no recordaba tan claramente el incidente, ni recordaba la luminosidad de Pitonisa con la que me instruyó en el cambio y en la recuperación de mi dignidad de primerizo. Presa todavía de las anestesias, quizás su hipotálamo o cerebelo o parte automática de su conciencia me había dirigido durante el crítico trance cual sistema de navegación inercial en un banco de niebla.
Después de esa victoriosa noche del Meconium, cualquier cambio de pañal, baño en tina, apaciguamiento y maniobra que involucra a Joaquín me parece sencilla. Sin desvelo, con Gaby en plena recuperación de su cesárea y en la calma de la casa, estas labores me parecen simples y hasta naturales. Espero seguir diciendo lo mismo cuando Joaquín coma sólidos, o tenga a su primer novia, o descubra el existencialismo...
Por lo mientras me entero por el Internet que el mundo sigue su marcha desbocada y medio absurda allá afuera: Norcorea jugando con ojivas, Rusia dando manotazos, la caída del PIB, las odiosas elecciones.
¡Uf! Si la labor de cambiar el pañal de un niño de 3 kilos por primera vez en la vida es una labor complicada, imagínense los siguientes grados de complejidad que se añadieron:
1) yo estaba desveladísimo y Gaby todavía dopada por la anestesia; además de la operación, las sondas y un largo etcétera.
2) la primera caquita de los bebés es lo más parecido que he visto yo a la Pez Medieval que se usaba en la defensa de los castillos (previamente calentada, para mayor solaz del invasor). Es un líquido negro, espeso, viscoso y con una fácil propensión a pegarse a la ropa, manos, codos, paredes y cuanta superficie disponible exista alrededor del bebé. Me refiero al famoso Meconium, o meconio, que es la primera actividad del bebé en el tema de ir al baño.
Pues bien, después de la sonora y primerísima flatulencia de Joaquín, me asomé cándido y bien dispuesto a la parte del pañal donde todo mundo sabe que se depositan las caquitas de los nenes. Craso error: El meconio escapó como riada incontenible, como marea en plenilunio, como avalancha alpina y se desperdigó en partes equivalentes entre el bebé y su novato -y a estas alturas francamente aterrado- padre.
All hell had been broken loose.
Presa del desvelo, la angustia del novato, la sospecha de que el meconio no es lavable (si lo era) y, en suma, del pánico del primerizo, me dirigí al botón de pánico del hospital para usarlo [que por algo está; N. de la R.]. Dispuesto a acabar con mi miseria y la del bebé, que a estas alturas disfrutaba de su segundo llanto a todo pulmón (el primero fue en el parto), me dispuse a llamar a las enfermeras, Protección Civil u cualquier otro órgano responsable de atender este tipo de desastres naturales.
Cuando me dirigía a tocar el botón de marras, Gaby, con una calma digna del Dalai Lama me detuvo: –Antonio, cálmate, mírame a los ojos y concéntrate en dar un paso seguido de otro– (al más puro estilo alpino in distress). Paso a paso, pues, Gaby me regresó a la calma y pude (después de no poco algodón, hiperventilaciones Yoguis y autodiscursos de elevación de autoestima) cumplir la tarea de limpiar a Joaquín, cambiarle su mameluco y dormirlo.
Creo que he sido un hombre muy afortunado en la vida, y he tenido mis pequeños y grandes logros en la relativa escala personal. Sin embargo, ninguno me ha dejado tan satisfecho, feliz y confiado en las bondades de la vida que el haber logrado salir tan satisfactoriamente de la crisis del Meconium. Yo creo que ni la crisis de los misiles de Cuba causó tanto gusto como mi victoria sobre el Meconium, aunque aquella haya sido a escala planetaria y la mía a escala micro.
Más tarde, Gaby me confesó que no recordaba tan claramente el incidente, ni recordaba la luminosidad de Pitonisa con la que me instruyó en el cambio y en la recuperación de mi dignidad de primerizo. Presa todavía de las anestesias, quizás su hipotálamo o cerebelo o parte automática de su conciencia me había dirigido durante el crítico trance cual sistema de navegación inercial en un banco de niebla.
Después de esa victoriosa noche del Meconium, cualquier cambio de pañal, baño en tina, apaciguamiento y maniobra que involucra a Joaquín me parece sencilla. Sin desvelo, con Gaby en plena recuperación de su cesárea y en la calma de la casa, estas labores me parecen simples y hasta naturales. Espero seguir diciendo lo mismo cuando Joaquín coma sólidos, o tenga a su primer novia, o descubra el existencialismo...
Por lo mientras me entero por el Internet que el mundo sigue su marcha desbocada y medio absurda allá afuera: Norcorea jugando con ojivas, Rusia dando manotazos, la caída del PIB, las odiosas elecciones.
Pero dentro de California 19, en este mayo del 2009, nuestras preocupaciones son muy mundanas y felices: dar de comer al cachorrito, lograr recuperar poco a poco la parcela de la normalidad, acordarnos de dormir un poco, salir a pasear por nuestro barrio.
¿En qué momento los seres humanos inventaron tanta necesidad de cosas y casos? Sobre todo cuando se puede alcanzar el nirvana y el sueño tranquilo abrazado de Gaby y el cachorrito Joaquín en la siesta de la tarde; cuando en la escuela de al lado vocea la directora "Joselito Pérez, ya llegaron sus papás"; y el incansable vendedor de tamales Oaxaqueños nos avisa que podemos "pedir los ricos y deliciosos tamales Oaxaqueñooos" a través de nuestra ventana. El sol de mayo nos entibia, vemos Grey’s Anatomy en surfthechannel.com y hoy juegan los Pumas. ¿A quién le importa la bolsa de valores?
Cuando era adolescente me confundía tanta necedad del mundo de los adultos cuando la felicidad era más sencilla y alcanzable con recursos de plática, abrazos, logros pequeños. Luego se me olvidó eso con los años y he andado perdido en las ansiedades del avance profesional, el currículo y las arañas. Ahora me empieza a regresar la vida como era hace varios años: sencilla, soleada, inmediata y entrañable.
Mientras escribo esto, Gaby y Joaquín duermen plácidamente en el cuarto de amamantar, en el renovado sillón de Grandpa que mis suegros Eduardo y Carito acondicionaron para que Gaby diera de comer a Joaquín. La tarde es tibia, el sueño es profundo, la vida es buena.
¿En qué momento los seres humanos inventaron tanta necesidad de cosas y casos? Sobre todo cuando se puede alcanzar el nirvana y el sueño tranquilo abrazado de Gaby y el cachorrito Joaquín en la siesta de la tarde; cuando en la escuela de al lado vocea la directora "Joselito Pérez, ya llegaron sus papás"; y el incansable vendedor de tamales Oaxaqueños nos avisa que podemos "pedir los ricos y deliciosos tamales Oaxaqueñooos" a través de nuestra ventana. El sol de mayo nos entibia, vemos Grey’s Anatomy en surfthechannel.com y hoy juegan los Pumas. ¿A quién le importa la bolsa de valores?
Cuando era adolescente me confundía tanta necedad del mundo de los adultos cuando la felicidad era más sencilla y alcanzable con recursos de plática, abrazos, logros pequeños. Luego se me olvidó eso con los años y he andado perdido en las ansiedades del avance profesional, el currículo y las arañas. Ahora me empieza a regresar la vida como era hace varios años: sencilla, soleada, inmediata y entrañable.
Mientras escribo esto, Gaby y Joaquín duermen plácidamente en el cuarto de amamantar, en el renovado sillón de Grandpa que mis suegros Eduardo y Carito acondicionaron para que Gaby diera de comer a Joaquín. La tarde es tibia, el sueño es profundo, la vida es buena.
El viejo cliché, después de todo, era cierto. Cuando nace un hijo uno nace también a la vida, de nuevo y de alguna manera misteriosa y profunda.
El 19 de mayo hubo, pues, más de un nacimiento en la ciudad de México.
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