6.3.06

Los Circos / Por Alberto Serdán

Los circos de la carretera Tejocotal-Zacatlán resultan aleccionadores. Es un momento de transición entre la exuberante vegetación y la neblina de los montes. De acuerdo con la geografía, un circo en la carretera es una curva peraltada de ciento ochenta grados. Yendo alrededor del circo uno puede encontrarse justo a la mitad: si volteas hacia arriba ves encinos; hacia abajo, palmeras. Aproximadamente en el kilómetro 30.2 recordarás la curva donde se abre una vereda que invita a pasar. Tiempo después nos enteramos de que se trataba del camino a La Esperanza.

No pude resistir la tentación y viré a la derecha. En los circos camino a Zacatlán, las barrancas siempre quedan a la izquierda y la pared del cerro en el lado opuesto. Esta vereda fue singular pues rompía la regla citada ya que partía al cerro en tres tantos: uno hacia abajo, dos hacia arriba y en medio el sendero que se desviaba de la carretera.

Recuerdo aún cómo te negabas a entrar.

—Es muy obscuro —tiritaste.

Lo era, igual un calor húmedo y sofocante. El sudor enfriaba, escalofriaba.

Por el retrovisor la carretera se perdía en la espesa niebla. En el camino balanceábamos cada charco, cada piedra, cada bache que pisamos. La tierra se hizo barro patinando al coche que se estampó en la pared. Como siempre sucede en esos casos, el boquete debajo de la llanta impedía salir luego de acelerar una y otra vez. Entonces descendiste y te seguí.

Buscaste ramas y piedras para ponerlas debajo de la llanta pero todo fue inútil. Solo quedaba caminar para pedir ayuda.

Tropezabas en cada momento. Las boyas celestes apenas iluminaban el cielo mientras nos dirigimos hacia la carretera. Sin embargo, no había vida y tampoco llegábamos al camino original, como en la misma vida.

—Un poco de paciencia, ya llegaremos —dijiste.

No veíamos nada, sólo sentíamos muros a los lados y negra espesura arriba. Comenzamos a gritar auxilio como perros que ciegos ladran a ruidos extraños.

En ese momento topaste con una figura de complexión robusta, desnuda y en una postura casi fetal. El cielo abrió un haz de luz que le dio vida. Era un hombre cuya mano derecha detenía su mentón y el codo descansaba en su pierna izquierda. Estaba sentado con la mirada perdida. Tenía un tono oscuro, similar al bronce, aunque este pensador era de barro negro. Junto a él reconocimos a otros más: Las Sombras, Adán, Eva, El Conde Hugolino, Paolo y Francesca, y El Dolor. Aparecieron las siluetas de Augusto y Camila. Abrazados se dirigieron a nosotros. Tú preguntaste si ésa era la puerta que siempre quiso terminar.

—Así es y hela aquí: terminada tal y como la imaginé.
—Y supongo que pagaste un precio —cuestioné.
—Vigilarla y vivir en ella, pero tuve un premio, hacerlo con mi alumna favorita.

Preguntamos por la carretera y no hubo respuesta. El cielo cerró la luz y seguimos avanzando. Nuevamente humedad. Paso a paso sentimos que el camino iba cuesta abajo en ligera pendiente. Fuimos como ciegos aprendiéndolo todo de nuestros pasos.

De pronto se vislumbraron algunas figuras. Nuestro entusiasmo fue diluyéndose al ver que tan sólo era el lugar del accidente. Volvimos a empezar. Ahí seguían intactas las piedras y las ramas. Temerosos, tomamos unas cuantas rocas para sortear el peligro y seguimos en busca de la carretera, en tanto el calor tropical crecía.

Al sendero asomaron otras siluetas. Era una pareja que de inmediato identificamos. Mientras le daba a morder una manzana, ella acariciaba su propio cuerpo con un gesto de franca provocación. Al parecer él sólo pudo vivir 930 años; ella, de forma misteriosa, nunca murió. Toda la furia, todo el rencor, todo el odio estaba descargado en ellos. Como primeros pecadores han sufrido la humillación del tonto y la vanagloria del amoroso. Como primeros pecadores han sufrido la injusticia del ambicioso y el desprecio del hipócrita.

Aunque volvimos a nuestro punto de partida, ahora no hicimos caso, dejamos las rocas e intrigados quisimos saber más.

Ahí estaba el de las ideas positivas, quien enseñó que las ciencias no sólo eran lo máximo sino lo único. Ése que creyó en el orden y el progreso como quien ha concebido al Padre y al Hijo. Quien decidió como único camino al método científico y condenó a la ética y a la metafísica al olvido. Durante mucho tiempo, incluso en la actualidad, fue Dios. Ahora que se asoma, Augusto da cuenta de su éxito. Así nomás, éxito (no decencia). Todas nuestras esperanzas se cifraron en sus hijitos tecnológicos. Uno de ellos acaba de traicionarnos a medio camino.

Después de ver el coche nuevamente, escuchamos una discusión entre el legislador de las naciones y el patriota florentino, quienes obligaron a pensar que el amor no existe sin el temor; nunca existirá verdad moral, sólo verdad política; todo puede ser cobijado bajo la “Razón de Estado”; todos los hombres aspiran al dominio y ninguno renunciaría a la opresión si pudiera ejercerla, y todos están dispuestos a sacrificar los derechos de los demás por sus intereses. Pues nos han enseñado que el instinto malo es más poderoso en los hombres que el bueno y, en suma, el fin justifica los medios, aún valiéndonos de métodos “civilizados” como las propias leyes.

El círculo concluye. Lentamente unos caballos se acercan al inerte automóvil.

La oscuridad era total. El calor cada vez más intenso. Parecía como si en cualquier momento llegáramos a la playa. Era la selva y el barro cubría nuestros pies. Ya no había vuelta atrás, no había forma de regresar, estábamos atrapados.

K’ucomatz y Tepew miraban absortos sus creaciones que se desfiguraban. Desnudos, sus criaturas apenas podían sostenerse. Los abuelos del sol y la luna (Xpiyacoc e Xmucané) sugirieron la madera. Estos hombres de madera carecieron del Corazón del Cielo. Éste nunca llegó pues la profundidad en que se encontraban era infinita, como el Sumidero. Así en la creación del Cielo y de la Tierra para los Quichés, así en la realidad de nuestra modernidad: falta corazón.

Otra vuelta más.

Llegamos a una penumbra sobrecogedora como La Caverna, cuadro tan singular con siluetas semejantes a nosotros y extraños prisioneros. Sólo ven apariencias, sólo sombras. Son los hombres de barro que viven pegados al muro, que tienen inmovilizados sus cuerpos, familiarizados con las tinieblas, temerosos de la aventura y felices de no ver la luz del sol.
Es curioso: cada vez que pasamos al lado del coche, pareciera que una puerta cierra detrás. Acabamos de pasar otra.

Llegamos al séptimo círculo y Dante nos recibía con los brazos abiertos.

—¿Por qué tardaron tanto? ¡Hijos míos!

Quedamos absortos.

—Ustedes también se han apartado del camino recto —sentenció—, por eso están en esta selva obscura.

No sabíamos qué decir. En efecto, nos desviamos del camino con cierta ingenuidad y atrevimiento, ¡pero eso no basta para llegar hasta aquí!

Terminado el círculo seguimos andando. El calor era insoportable, la humedad nos agotaba pero sabíamos que el tiempo era poco y exigía un último intento. Ver a los señores de Xibalbá nos dio cierto alivio. Ya no habría más. Pero, como sucede en las historias faustonianas, algo quisieron a cambio. No fue la excepción, como tampoco lo fue que pidieran nuestras almas. Conocedores de ese tipo de tratos, era lógico de suponer que cambiaríamos nuestras savias vitales por el pacífico retorno a nuestro camino, nuestro recto camino. Sin embargo, sabíamos de la necesidad del coche para Mefistófeles y compañía. Siglos han pasado para que éste quedara en posición ideal: en pleno cielo boreal, fácilmente identificable, señor y amo de los cielos nocturnos. La constelación del coche era una oferta tentadora hasta para el propio diablo y la tomó. Desde entonces nosotros, llenos de barro, hombres de barro, llevamos el alma demoníaca, por eso somos malos y así lo creímos, por eso ellos siguen libres y nos perdimos.

El cielo aclaró y vimos nuestro aparato, jalado por caballos, a punto de partir y recorrer el mundo con seres demoníacos en su interior. En ese momento volteamos hacia arriba y ahí estaban todos los hombres de barro que visitamos. Era un circo y nosotros somos el centro de atracción. Se burlan, nos humillan. En la arena, tendidos, no podemos sino maldecir nuestra suerte humana. Arriba están las palmeras y más allá los encinos. Arriba están nuestros dioses y nuestros verdugos.

—¡Bienvenidos a la comedia del alma tomada de los misterios! —gritó el presentador.

Cansados y hartos caímos desfallecidos. Llegaron Justina, Beatriz y Margarita prometiendo nuestra anhelada salvación. No fue suficiente. Sólo quedaba salir por el arroyo para volver a las estrellas, a la luz, a nuestro camino. Y el milagro sucedió, el Mágico Prodigioso se presentó y nos dio la Esperanza, nada menos, pero nada más.

Se cerró por fin el circo de la vida, que es el círculo infernal y se abrió uno nuevo que pronto debemos descubrir.

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