Al lado de la torre oriente de la iglesia de San Juan, el sol nace con el rumor callejero que acompaña los amaneceres de Potrero, Veracruz. Mientras los niños se alistan para ir a la primaria “Benito Juárez”, las señoras preparan café para los maridos que pronto irán a la zafra.
El silbato del pueblo suena y todos van a sus labores cotidianas: las señoras barren la arena que está frente a las puertas de su casa, los señores trabajan con sus machetes cortando la caña, los panaderos, tortilleros, y peluqueros inician el día develando al mundo.
En tanto se oye el runrruneo canturrón de los niños que toman clase y responden en coro a las lecciones que la maestra enseña —Para que sean hombres de bien—, les dice.
En medio de todo este movimiento, Daniel observa a una lagartija que toma el sol en medio de los altos pastos veracruzanos. —¡Niño, ven acá!— vocifera su mamá que desesperada no logra atinar cómo podría comprar leche en esta noche para sus dos queridos hijos. Su esposo pronto perderá el empleo. Los ingenios hace tiempo que no son rentables y poco a poco han ido desapareciendo —Esa maldita fructosa—, desesperan.
Sin embargo, Daniel juega con su papalote. Es mediodía y en Potrero el viento sopla y resopla con fuerza en estos meses... lo alza... desciende... lo vuelve a alzar... vuelve a descender... como si fuera la esperanza, como si fueran los sueños que suben y caen. Todo sea un poco de paciencia para que una vez más el papalote se eleve y quede colgado del cielo.
Daniel no vuelve, se va prendido del alto y tremendo vuelo. Encima del mundo cumple sus sueños. ¿Qué heroísmo irá a cumplir? ¿Ahora a quién salvará?... como todas las tardes...
—¡Voy!—, responde y sigue jugando mientras el mundo, allá afuera, sigue su camino.
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