14.3.06

El amigo Guión / Por Alberto Serdán

Hola, qué tal. Hoy partiré rumbo al África con mi amigo León. Me platicaba que ahí viven sus amigos y sus primos a quienes no ve desde aquella sequía que lo obligó a dejar su tierra. No podía hacer menos por él luego de la gran ayuda que me dio no hace mucho tiempo.

Pero antes permítanme presentar. Me llamo Phillippe Constant, soy un indio Hao y también, desde hace mucho, cuidador de sueños. ¿Que qué es eso? Pues bien, como todos ustedes saben, siempre tenemos sueños. Algunos son jocosos; otros rosas; unos más son de magos, princesas y dragones; y otros, los más importantes, son los de aventuras. Ése soy yo, es decir, el encargado de producir, filmar, guardar y personificar todos los sueños de aventuras. En pocas palabras, el Coordinador General.

Soy un valiente casador, me encanta cazar animales y luego casarlos con la naturaleza o con otros animales, en particular los salvajes. Tal es el caso de mi amigo León a quien conocí en un sueño que tuvo un niño hace poco.
Como todo buen explorador, estaba en la búsqueda afanosa de oro. En el país de los sueños el oro no sirve, como en otros lados, para comprar cosas o adornar personas. Para nosotros el oro es preciado porque con ello hacemos polvos mágicos que iluminan sueños.

Los polvos son vitales, tienen poderes amplios; por ejemplo, además de iluminar sueños, también sirven para hacer dormir a los niños, para amenizar las fiestas de los duendes como confeti, para los brebajes que promueven el amor y para curar princesas desmayadas por el estornudo de un dragón.

Pues bien, caminaba en el bosque cuando de pronto vi un cerro, me dirigí hacia él pues sabía que detrás existía una cueva con oro. Luego de que tropecé con una piedra, lleno de lodo alcé la vista y un vaquero argentino me apuntaba con su rifle quisquirisco (arma letal que con un solo movimiento puede sumir al enemigo en la completa inacción como consecuencia de un ataque múltiple de cosquillas).

En ese momento lo único que pude hacer, como valiente que soy, fue correr exactamente en dirección opuesta al vaquero. Gracias a mi velocidad, pude perderlo de vista (aunque a ciencia cierta sólo me escondía detrás de un voluminoso árbol que impidió ver que del otro lado estaba el vaquero). Lo busqué escrupulosamente y al parecer él lo hacía también. Dando círculos alrededor del árbol pensé:

—Soy un indio muy vaguiente, nagda me da miedo, debo enfguentar a ese vaquego. —y lo hice.

Pero hubo un ligero problema. Cuando me asomé ya no era uno, ni siquiera dos, o tres, sino ¡cuatro… cientos vaqueros enfrente de mí! Como buen valiente volví a correr. Y corrí y corrí y corrí y vi una cueva y entré y estaba semiobscura y húmeda y tenía miedo y seguía corriendo y…

—Hey, estoy a salvo, ya no vienen vaquegos.

Pues sí, ya no estaban. Seguí adentrándome por lo que poco a poco la visibilidad disminuía. Fatigado me preguntaba por qué los vaqueros no me seguían. Quizá ya conocían el terreno y sabían que la cueva era peligrosa; quizá mi velocidad los deslumbró y se dieron por vencidos. En fin, uno nunca sabe. Pero, qué importa, ¡ya estaba a salvo!.

Cuando la oscuridad se volvió total y las paredes más húmedas, el cuidado en el tacto se volvió cuestión de vida o muerte. Así que meticulosamente tocaba todo cuanto se hallaba a mi paso. Empecé a titiritar. De pronto, sentí algo muy húmedo pero caliente; luego unos pelitos que recordaban los bigotes de mi perro; también sentí algo acolchonadito pero enseguida duro y baboso, como los colmillos de mi perro; luego unas orejotas y mucho pelo, muchísimo pelo, nada parecido a mi perro que, por cierto, no tiene pelo. En ese momento saqué mi linterna y…

—¡Chuick, chuick! No sigve ¡No tiene pilas!

Entonces saqué unas luciérnagas amigas que me acompañaban en el viaje. Las acerqué a lo que había tocado y lo vi. Era enorme, majestuoso, como que un poquito enojado. ¡Era el león!

—Ahhhh —o sea, di un brinco.

—Ayyyy —o sea, pensé que me iba a morder.

—Heyyy —o sea, fui valiente y lo llamé.

—Noooo —o sea, se acercó y me arrepentí de haberlo llamado.

—Mgñfgh —o sea, pujé de miedo y creo que mis calzones se ensuciaron un poco.

Y corrí, como buen valiente, en sentido contrario al león. Me detuve en seco y reflexioné:

—Pego yo soy un vaguiente, no debo dejagme asustag pog un insignificante guión.

Así que fui hacia el león quien estaba muerto de miedo y apenas me miraba. Le dije:

—A veg guión, no tengas miedo. No soy mago, soy muy bgüeno, así que no te pgeocupes y ven aquí.

El león se acercó, me dio su pata (ahora sí como mi perro) y entonces, ¡gran inteligencia la mía!, le pedí ayuda para luchar contra los vaqueros y le expliqué:

—Amigo Guión, guesulta que me pegsiguen los vaquegos y yo debo haceg algo paga quitágmelos de encima. Supongo que ellos custodian el ogo necesaguio paga los sueños y debo conseguiglo. ¡Ayúdame Guión, pog favog!

—¡Sí cómo no! —dijo el León incorporándose—. ¿Cuándo empezamos? —preguntó.

Entonces dispusimos salir de la cueva. En el umbral, los cuatrocientos vaqueros seguían ahí apuntándonos con sus rifles.

—¡Ahoga es cuando amigo Guión! ¡Gúgeles, gúgeles fuegte!

El León se agachó y…

—¡Miiiaaauuu!

—¡No Guión, gúgeles, no magúlleles! ¡Egues un Guión, no un gato! ¡Nos van a atgapag, Guión!. A veg, otga vez…

—¡Miiiaaauuu!

—No Guión, pog favog, házlo bien.

El León se agachó, los vio nuevamente, dio un salto y…

—¡Grrrrrrrrr!

—¡Bgavo Guión, bgavo! ¡Los espantaste, egues mi hégoe! Gacias muchas gacias.

—Ay, ay…

—¿Qué pasa, Guión, qué pasa?

—¡Mi pie, mi pie!

—¿Qué tienes en tu pie, Guión?

—Ay, pisé algo…

—A veg, déjame veg… ¡Clago, es una tuna! ¡Pisaste una tuna, Guión!

—Ay, quítame las espinas…

—Clago que sí.

Así que el León rugió no porque fuera muy valiente, sino porque pisó una tuna. Pero, ¡qué importa! Los vaqueros se fueron, yo recogí el oro, los sueños se salvaron y ahora tengo un buen amigo. Por lo visto el destino me casó con este León con quien pronto volaré hacia África para conocer a sus primos y amigos. Pero esa es otra aventura, una más, de las que motivan, gracias a mí, los sueños de los niños…

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